jueves, 21 de abril de 2011

Pisadas de color asfalto

Veintiuno de abril. Las doce menos cuarto. Pronto será medianoche. En la calle: frío y lluvia. El apagado gris mata levemente el resplandor de la noche madrileña.

A lo lejos se oyen unos tacones que se acercan poco a poco. Es Carolina que ha salido a dar una vuelta con sus botines nuevos. Va dejando sus pisadas de color asfalto marcadas allí por donde pasa.
Va cantando una triste canción que compusieron para ella hace ya tiempo. Creo que se siente identificada ya que, aunque las gotas las disimulan, van cayendo lágrimas de sus ojos verde aceituna.

Está calándose hasta los huesos porque ha olvidado el paraguas en casa, pero no le importa, es más, le gusta esa sensación. Siente que con cada gota anhelante por chocarse contra el suelo se disuelve un poquito su tristeza. Su pelo hace un buen rato que no ondea tras ella, está pegado a su espalda.
Su espalda... A Manuel antes le encantaba dibujar y escribir en ella con sus dedos. Le gustaba abrazarla fuertemente cuando se besaban con ternura. Le apasionaba besarla y hacerla caricias mientras hacían el amor...

Hace ya un año que cesó todo eso y aún Carolina sigue llorando como el primer día. Como cuando se enteró de que él se había ido y no iba a volver jamás. Le había perdido, le había perdido para siempre y lo peor es que la noche en la que se fue no le había recordado lo mucho que le quería.
Sí, el pasado veintiuno de abril ella lo había tenido entre sus brazos hasta la medianoche. Tras ello, el cogió su moto y se fue hacia su casa para preparar la maleta del día siguiente en el que los dos se irían a pasar un fin de semana a un pequeño pueblecito perdido de Galicia.
¡Maldita niebla, maldito camión, maldita curva, maldito borracho...!
En unos segundos todos sus sueños se perdieron en un reguero de sangre y piezas de moto.
Su amor se fue sin despedirse. Su Manuel murió en el acto. Su corazón partido en mil pedazos prometió que no volvería a amar tanto.

Y, ahora, mientras Carolina pasea en el día de su aniversario por los lugares que solían frecuentar ambos no puede evitar preguntarse: ¿Por qué a él? ¿Por qué Dios Santo?
Y no recibe respuesta por ningún lado. Madrid ha perdido el habla, no se oyen los coches que pasan por su lado, ni siquiera las personas que se cruzan en su camino producen un débil murmullo...
Madrid comprende su desconsuelo y en señal de respeto está profundamente callado.

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