Ella era la chica de las sonrisas y los deseos, la que me había hecho reír en mis tardes más tristes, la que tenía siempre palabras bonitas que dedicarle al mundo, la persona más optimista que he tenido el gusto de conocer.
Sin embargo, una de esas tardes no apareció a nuestra cita rutinaria. Y me sentí frustrado. Nunca había faltado a ninguna. Por ello, me parecía extremadamente extraño que no hubiera venido a consolarme ni hubiera aparecido para contagiarme su alegría. Estaba seguro de que algo le había ocurrido, sin embargo, no tenía medio ninguno para contactar con ella. Esperé hasta que la luna se hizo presente y me fui a casa. La siguiente tarde tampoco vino. Ni la siguiente.
Y, así, pasaron las semanas con la melancolía quemándome el alma, con la pena por no poder verla ganándole la batalla a mi tristeza rutinaria. Fue entonces cuando me di cuenta de que la necesitaba, de que sin ella yo no era nada.
Pero mi chica de las sonrisas, ésa que calmaba mis llantos y hacía perfectos mis días, ésa que, con su dulce voz, llenaba mi cabeza de maravillosas melodías, no volvió nunca. Desapareció para siempre de mi vida y nunca volví a saber de ella...
Durante un tiempo pensé y me convencí de que había sido parte de mi siempre desbordante imaginación (al fin y al cabo nunca nos fotografiamos juntos, ni dejamos ningún recuerdo palpable de nuestras tardes de felicidad), quizás había sido aquello a lo que solemos denominar "amigo imaginario". O eso creía.
Casi sesenta años después de aquella última reunión, me encontré delante de ella otra vez. Y al instante supe que siempre había sido real: sus manos eran reales, su sonrisa también lo era, todo lo que de ella recordaba era más auténtico que mi propia existencia. O, por lo menos, eso es lo que me demostraba una foto que sostenía en mis manos y que acababa de encontrar tirada al lado de una tumba realmente antigua. Mientras contemplaba detenidamente aquella imagen, un batiburrillo de sentimientos giraban como tornados embravecidos en mi interior. Me eché a llorar. Tras unos largos instantes que me parecieron horas, levanté la vista de la fotografía y observé la desvencijada lápida. En ella, un epitafio, con grandes letras de oro, rezaba:
"Aquí yace Alegría, una risueña y joven muchacha que murió a los dieciocho años a causa de un amor que no la correspondía."
No hay comentarios:
Publicar un comentario